domingo, 23 de noviembre de 2014

Maria José Barrios: Confusión


Por culpa de un lamentable error de encuadernación en el que nadie reparó a tiempo, miles de lectores pasaron la página y contemplaron, horrorizados, cómo la Bella Durmiente se convertía en rana justo después del apasionado beso del principe azul.


Maria José Barrios (Cuentos Mínimos) 

viernes, 21 de noviembre de 2014

El camino amarillo

Como una alfombra amarilla se extiende el camino ante ella, sin marcas ni señales que le muestren dónde está o cuál es el propósito de su viaje. A lo lejos le parece oir el sonido de una sirena que poco a poco y de modo irregular se va acercando, aunque ella no llega a saber qué es hasta que no ve al musical grupo de gaviotas sobrevolando las copas de los árboles.
Pensando que cercanos a estos pájaros se encuentra siempre el mar, la niña trata de seguirlas, pero cuando las gaviotas se internan en el bosque surgen unas brumas amarillas que la envuelven, impidiéndole continuar.
Ciega entre la niebla se abraza a sí misma, y con cautela retrocede despacito hasta el camino dorado que sólo conduce hacia delante. Camina y camina sin cansarse mientras todo lo que antes ha existido desaparece ante sus ojos a medida que avanza; difuminándose los contornos del paisaje, como si en realidad se hubiera tratado siempre de una ilusión.

A su paso atrás deja pueblos abandonados de casas diminutas a los que hace mucho tiempo (no sabe bien cómo lo sabe) llegaban hadas y brujas de todos los puntos cardinales para presidir consejos en las plazas.
En una de esas aldeas, que huelen a desinfectante y cloro (cosa bastante rara a su parecer), trata la niña de entrar, pero nunca llega a ver posar su zapatito fuera del trazado, pues cada vez que lo intenta se hace invisible como si se lo engullera un espejo hambriento.

Grita entonces con la esperanza de que algún campesino la oiga; mas como respuesta sólo escucha un extraño trote, como de caballos galopando; aunque nunca los llega a ver.

De pronto, sus ojos se hacen grandes como los girasoles que la rodean, y echa a correr hacia una silueta que al fondo del camino parece hacerle señas. Pero cuando allí llega, sólo encuentra al viento burlón jugando con los restos de un viejo espantapájaros de sonrisa desvencijada, al que rápido y entre lágrimas que surcan su cara roja, saca la niña sus entrañas de paja, vengándose de esos botones que la miraban irónicos.

Otra vez soledad y silencio.

La niña reanuda su marcha por el enlosado ocre, y no muy lejos de allí encuentra un libro abierto, vuelto del revés sobre el camino. Se agacha para cogerlo con el mismo amor con el que hubiera recogido un animalito perdido. Esperando hallar en él a un amigo que le haga compañía. Pero, poco charlatán resulta ese amigo, pues en su interior no hay escritas más que simples líneas que no puede leer, y en el exterior sólo encuentra el título borrado y las tres iniciales de su autor: L.F.B.

—¿L.F.B.? ¿Qué querrá decir? Se pregunta la niña.

De nuevo escucha el sonido de un caballo al trote, aunque esta vez más cercano que antes y en un tono mucho más agudo. La niña apresura el paso. Corre a buscarlo. Y sólo cuando ya tiene el sonido del traqueteo encima, ve que en realidad procede de un pequeño reloj de cuerda con forma de corazón, que de manera desaforada late a sus pies.

Lo toma con cautela del suelo, como temiendo que pudiera descomponerse entre sus dedos.

De pronto la niña escucha dos voces en el aire que lo envuelven todo.


—El pulso ya es regular, doctor.
—¿Lleva mucho tiempo inconsciente?
—Aproximadamente una hora. Aclara la voz de la mujer.
—¿Sabemos ya quién es?
—Acaban de confirmarnos que efectivamente es Samuel Alier (hijo), como está escrito en el libro que, según testigos, estaba leyendo en el momento del accidente.
Su padre está de camino.

La niña ha desaparecido, y en su lugar se encuentra Samuel, que escucha extrañado los pitidos rítmicos que emite el reloj que sostiene en la mano, y que no entiende por qué los dedos de los pies le hormiguean como si despertaran tras estar largo tiempo dormidos.

El médico comprueba la actividad del electrocardiograma. Observa después cómo se van coloreando las mejillas pecosas del adolescente que reposa sobre la cama, y acto seguido busca el libro para comprobar, una vez más, el nombre que figura en el ex-libris antes de escribirlo en el informe.

Lo encuentra entre los pocos objetos personales del chico: un cuaderno sin estrenar y El mago de Oz de Lyman Frank Baum.


Mayte Gallego 

(Imagen: the warehouse.el camino de retorno)

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Ana María Matute (Los niños tontos: La niña fea)


La niña tenía la cara oscura y los ojos como endrinas. La niña llevaba el cabello partido en dos mechones, trenzados a cada lado de la cara. Todos los días iba a la escuela, con su cuaderno lleno de letras y la manzana brillante de la merienda. Pero las niñas de la escuela le decían: "Niña fea";y no le daban la mano, ni se querían poner a su lado, ni en la rueda ni en la comba:" Tú vete, niña fea". La niña fea se comía su manzana. mirándolas desde lejos, desde las acacias, junto a los rosales silvestres, las abejas de oro, las hormigas malignas y la tierra caliente al sol. Allí nadie le decía: "Vete". Un día, la tierra le dijo: "Tú tienes mi color". A la niña le pusieron flores de espino en la cabeza, flores de trapo y de papel rizado en la boca, cintas azules y moradas en las muñecas. Era muy tarde, y todos dijeron: "Qué bonita es".Pero ella se fue a su color caliente, al aroma escondido, al dulce escondite donde se juega con las sombras alargadas de los árboles, flores no nacidas y semillas de girasol.



Ilustración: AnitaDinamita

sábado, 8 de noviembre de 2014

Las estaciones:Hoja marchita. Hermann Hesse



Toda flor quiere su fruto,
toda mañana, crepúsculo.
No hay nada eterno en la tierra,
 salvo la transformación, la huída.

Hasta el verano más radiante
se marchitará un día y será otoño.
Quieta, hoja, ten paciencia
cuando venga a llevarte el viento.

Sigue jugando, no te defiendas.
Calma, deja que las cosas pasen,
deja que el viento, el que te quiebra,
sople y te lleve a casa.

viernes, 7 de noviembre de 2014

87 Reflexiones teatrales de Enrique Jardiel Poncela (selección)



1
 Escribir teatro es el trabajo más difícil que más fácil parece.

 5
Hay gentes a quienes sólo gusta el primer acto de las comedias; en general, es porque sus cerebros no pueden funcionar sin cansarse más de cincuenta minutos seguidos.


6
La tesis es la polilla del arte del Teatro y su peor enemigo. Antes que una comedia de tesis a lo Ibsen es preferible una comedia de tisis a lo Dumas, hijo.

9
Aunque un público se componga de un setenta por ciento de hombres y de un treinta por ciento de mujeres, el criterio medio y decisivo del público será siempre estrictamente femenino.

17
Un exceso de oficio impide muchas el veces el fracaso. Un exceso de inspiración lleva al fracaso inevitablemente.

28
El frecuente desdén hacia lo cómico obedece siempre a un cien por cien de incultura.

29
Muchos de los que menosprecian el ingenio es por la secreta amargura de no ser ingeniosos.

30
Las porteras sólo conciben un Teatro que les haga llorar. Los porteros sólo conciben un Teatro que les haga reir. Para estimar la diferencia que existe entre una risa inteligente y un llanto estúpido es preciso, ante todo, no haber nacido portera ni portero.

31
Sólo hay dos géneros teatrales que merezcan tal nombre: el trágico y el cómico. El drama es el "quiero y no puedo" de la tragedia.

34
Con frecuencia se enaltece con el máximo adjetivo una basura dramática, y se envilece un máximo hallazgo cómico con las palabras "¡Qué gansada!", expresión verbal de toda mente inferior.

37
En Teatro, la diferencia esencial  entre los autores y los críticos es que los autores se dan disgustos a sí mismos para proporcionarles una satisfacción a los demás, mientras que los críticos, dándoles disgutos a los demás, suelen proporcionarse una satisfacción a sí mismos.

49
Exigir en el Teatro que los caracteres de los personajes sean "sostenidos", como suelen exigir los críticos, revela un total desconocimiento del alma humana y una suprema grosería en el análisis psicológico.

54
Quien da a leer una comedia afirmando que desea una opinión, lo que en realidad desea siempre es un elogio.

84
El autor cuya labor teatral satisfaga a las personas que ya no son jóvenes nace viejo, y jamás conseguirá que sus comedias vivan más tiempo del que vivan aquellas personas.