domingo, 15 de marzo de 2015

Las gentes tristes


A la memoria de Javier Tomeo.

Medianoche en una estación de metro. A lo lejos, emitido desde un aparato de música al que apenas le funcionan ya las pilas, se escucha una distorsionada versión de "La vie en Rose" de Edith Piaff cantada de modo extremadamente lento y desafinado.
Llega el último tren del día. En él quedan ya sólo unos pocos viajeros rezagados. Se abren las puertas del tercer vagón y un hombre común y corriente que esperaba en el andén entra y se sienta junto a un hombre sombrío.

De repente una lágrima surca muy despacito la mejilla ajada del hombre que se encuentra sentado a su izquierda.
HOMBRE COMÚN — ¿Le ocurre a usted algo? ¿Puedo ayudarle?
HOMBRE SOMBRÍO —Se lo agradezco, pero mi melancolía es absolutamente personal e intransferible.
HOMBRE COMÚN — ¿Melancolía?
HOMBRE SOMBRÍO — (Asintiendo.) Es la tristeza y soledad del mundo lo que me aflige.
HOMBRE COMÚN — (Mirando a su alrededor, sin conseguir ver nada.) ¿Tristeza? ¿Aquí? ¿Dónde la ve usted?
HOMBRE SOMBRÍO —En todas partes. Sólo tiene que pararse y observar. Ahí mismo: vea cómo dan las siete y veinticinco los bigotes de ese pobre hombre, ¡si tan sólo dieran las nueve y cuarto! Allí, fíjese en aquel joven lampiño, el que lee Lolíta  junto al extintor.
HOMBRE COMÚN— ¿Qué le pasa? No veo nada inusual en él.
HOMBRE SOMBRÍO—Es su indumentaria.
HOMBRE COMÚN—No entiendo ¿De qué modo puede usted percibir tristeza en su modo de vestir?
HOMBRE SOMBRÍO—No puedo sentirla, pero presiento que la tendrá. (Menea la cabeza de un lado a otro lentamente y con abatimiento.) Es demasiado joven aún para saber que la corbata es la horca del preso sin apresar.
HOMBRE COMÚN — ¡bah! Usted ve cosas inexistentes que nadie más vería.
HOMBRE SOMBRÍO —Pueden verlas las gentes sensibles.
HOMBRE COMÚN— ¿Quiere decir que no soy lo bastante sensible para verlas?
HOMBRE SOMBRÍO —Eso no puedo saberlo. Sólo sé del sufrimiento que, como yo, padecen las personas sensibles por la continua excitación de sus sentidos. Claro está que también están los que no sienten, los insensibles. Ellos no sufren, pero tampoco gozan del regalo de la sensibilidad.
HOMBRE COMÚN — ¿Acaso no existen personas normales? ¿El término medio?
HOMBRE SOMBRÍO —Nacen algunos así, pero tarde o temprano una circunstancia en sus vidas los cambia para siempre inclinándolos a un lado u otro de la balanza.
El HOMBRE SOMBRÍO calla. El HOMBRE COMÚN se queda cabizbajo y pensativo. El tren se ha detenido en la siguiente estación. Se abren las puertas y se inicia el intercambio de pasajeros. De pronto el hombre común tiene ante sus ojos a la mujer más triste que haya visto jamás (de su persona se desprende tal desolación que el perro guía de uno de los pasajeros, compungido, ha comenzado a llorar). Es joven, de aspecto flaco y frágil. Su cara recuerda a la de los maniquíes por su expresión ausente y desvaída y lleva el cabello recogido en un moño bajo, semejante a un abandonado nido de golondrinas. Viste con austeridad, de beige liso, y calza unos zapatos masculinos de puntera larga; tan larga que por un momento cree uno que son sombras en forma de carriles; raíles por los que la supuesta sensualidad de su juventud parece haber echado a correr.
El HOMBRE COMÚN no puede dejar de mirar a la mujer. Mira entonces al HOMBRE SOMBRÍO y se da cuenta de que éste también la observa.
HOMBRE COMÚN — ¿La conoce usted?
HOMBRE SOMBRÍO —La he visto otras veces y he oído contar historias sobre ella. Se llama Dolores. Es una muchacha peculiar. Triste, solitaria y de extrema sensibilidad. Dicen que capta todas las emociones que la rodean a dos kilómetros a la redonda, por eso se refugia en los parques, busca alivio en las risas de los niños. Parece que hoy está de buen humor, por eso su tono de piel es gris azulado, lo sé porque he oído decir que los días en los que está verdaderamente triste se llega a poner en blanco y negro, como un fotograma antiguo.
El HOMBRE COMÚN no le escucha ya, mira a Dolores y trata de decir algo pero sólo consigue poner los labios en forma de “o” a ratos y de pez a otros, emitiendo un frustrado ruidito gutural. En realidad intenta decirle algo a la joven pero un invisible cerco en la garganta se lo impide.
El HOMBRE SOMBRÍO no dice nada. No puede saberlo a ciencia cierta pero su sensibilidad le dice que el hombre común ha encontrado su circunstancia.
Estación de destino. Se cierran las puertas del tercer vagón. El HOMBRE COMÚN camina por el arcén bajo la mirada burlona de la luna que observa a este hombre, ya no tan común, mirar extrañado a una pareja de mimos haciéndose carantoñas.

Mayte Gallego